Robertina está fuera de foco. Falta un mes para el estreno de “El Tiempo de Oro”, su nuevo y esperado unipersonal. La expectativa es mucha y la presión también. Debería estar dedicada a los preparativos de la producción, pero sin embargo es incapaz de concentrarse. Olvida las cosas. Llega tarde a los ensayos. Porque Robertina vive acelerada. La fama y sus compromisos la han llevado a un estado de ansiedad constante que le impide gestionar con éxito cualquier empresa por pequeña que sea. Hace bastante tiempo su esposo se fue de casa, pero ella no ha conseguido aceptarlo. Desde entonces sus inseguridades la persiguen. Eso la vuelve graciosa y entrañable para quienes la rodean, pero su vida acomodada se ha convertido en un paisaje hostil, donde a pesar de contar con un amplio servicio y un equipo de profesionales a su disposición, un simple corte de luz puede dar pie al terror más genuino. Una mañana camino al teatro Robertina recibe una llamada. Lisandro, un viejo amigo que vive en el exterior, ha sufrido una recaída en su enfermedad. Parece que ya no hay mucho por hacer. Hace años que no están en contacto, pero ella se siente repentinamente desolada. Y sin previo aviso, siguiendo un impulso, decide viajar a verlo. Toma un avión urgente hacia el norte de Europa y desaparece, de un momento al otro, ignorando la presión de los productores y de su representante, que hace lo posible por protegerla. Lejos de casa, se deja arrastrar por una poderosa deriva. Junto a Lisandro recorre esa ciudad extraña y fría, disfrutando de la impunidad que dan los viajes. Bailan, se emborrachan, hacen papelones. También filosofan. Sobre la amistad, sobre el sexo, sobre la vida y la muerte. Robertina posterga su regreso una y otra vez, evadiendo los intentos desesperados de su representante por contactarla. Esos días de trance terminan de confrontarla al espejo de su existencia absurda. Sabe que hay una vida esperando por ella, pero a la vez, la siente como la vida de otra persona.